martes, 4 de diciembre de 2012




La mujer que siempre esperaba


Ella esperaba. Siempre esperaba, se había acostumbrado a esperar. Tanto tiempo… parada, observando delante de su ordenador. Y no existía ningún Él que quisiera chatear. A veces delante del ordenador, otras en las fiestas de sus amigos. Se sentaba en un lugar apartado: un sillón, una silla, un rincón olvidado y oculto y miraba a su alrededor. Sentía que alguien, en cualquier momento la hablaría. Había tantos chicos en aquel lugar… Algunos la miraban, otros no sabía que se ocultaba. Porque ocultarse significaba apartarse, no interactuar. Interactuar era exponerse a una negativa. Y si de algo estaba segura es que habría muchos “nos” delante de una conversación.

Recordaba lo que sus amigas la decían. “Chica, si es muy fácil. Somos mujeres y decidimos. Primero una mirada, después una sonrisa y seguro que él se acerca, lo tendrás enseguida comiendo de tu mano, mujer”. Pero eso nunca ocurría. Porque a ella no le gustaban los “nos” y prefería ocultarse.

Siempre se había imaginado como en aquellas escenas de las películas que veía los domingos en sesión matinal: ella no conoce a nadie y se va a una fiesta. Como no conoce a nadie, se le acerca un chico. ¡El más atractivo de la fiesta! ¡Qué casualidad! Y se pone a hablar con ella porque la ve sola, perdida y desorientada. Eso es atractivo: una mujer ajena a lo que le rodea, pensativa, como por encima de todo lo demás. Ella entonces, se haría la desinteresada, como si ese pequeño encuentro fuera algo circunstancial y poco interesante. Como si ella no necesitara esos encuentros fortuitos. Y entonces, él descubriría lo interesante que era, la profundidad de su mundo interior, la belleza de su alma camuflada en pequeños detalles insignificantes: una sonrisa cabizbaja, una mirada fortuita, la pronunciación pausada de una pregunta, el tono musical de su voz. Y ya lo tendría.

Pero eso nunca ocurría. Ella esperaba, recorría con la mirada las personas que la rodeaban en aquella fiesta de aquel amigo que la había dicho “¡Tia! ¡Vente! No te preocupes si no conoces a nadie. Te lo pasarás bien, hay muchos chicos majetes por aquí”. Y ella había acudido, la habían presentado a mucha gente. Pero esa gente, que ahora sabía su nombre se divertía bailando, bebiendo, hablando, ajenos completamente a la presencia de una chica sentada en un sofá olvidado. Observaba, bebía y esperaba. Bebía la misma ginebra con tónica, como cuando salía por los bares de siempre y se colocaba en la esquina derecha del mismo bar, observando y esperando. Bebía ginebra y nadie venía. Parecía sola, desinteresada y como por encima de la gente, pero el chico que debería de notar aquello no aparecía. Era el “fantasma del no” que la visitaba siempre que ella deseaba. Pensando en él, imaginándose su presencia, siempre ocultándose de la mirada inquisitiva de los futuros “fantasmas del no”. Así era, y así había sido siempre. Aparecería.


Un día se planteó hablar con alguien. “¿Por qué no?”, se decía. Pero recordaba a sus amigas diciéndole “Chica, si es muy facil, somos mujeres y decidimos…” y creyó entonces que no era una buena idea. Si nosotras decidimos cuando ellos vienen, ¿qué ocurriría si nosotras acudiéramos? Se rompería la lógica de la frase. Una frase importante, una afirmación contundente, porque todos lo pensaban: ellos (que creían ser los que debían de iniciar la conversación), ellas (que creían ser las que tenían que esperar a que ellos iniciaran una conversación) y sus padres y sus madres que siempre la habían dicho “elige bien, hija mía, un chico bueno y majo que te haga caso”. “Que me haga caso, que inicie la conversación”. Y esperando, esperando comenzó a acostumbrarse a esperar. Elegía los mejores lugares apartados, los mejores sillas y sofás, los lugares más accesibles para ellos, y más inaccesibles para ella. Así debía de ser la espera: observar, beber y callar.

Lo que comenzó como una frase hecha, como un hábito, poco a poco se convirtió en su forma de ser. Ya no sabía si esperaba para algo o esa espera la definía, la hacía ser como era ella. Y poco a poco se olvidó de lo que esperaba o lo que era tan importante esperar. Desistió en buscarle significado y perdió la esperanza. Se sentía como una exploradora en plena tormenta de arena, en el desierto. Solo oía el viento, que la susurraba, sentía los granos de arena cegándole la cara, impidiéndole ver más allá con la única intención de escapar. La exploradora del desierto que soñaba con un abrazo salvador, una mano que la agarrara y la empujara del mundo que la rodeaba. Pero nunca llegaba. Sola, entre susurros, “uhhhh”, ella, era la que esperaba, en su sofá del olvido. Porque ella era solo eso, espera eterna.

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